17 de 18 de Pedro G. Guartango

17 de 18 de Pedro G. Guartango
El Mundo, Lunes 23 de Julio de 2007 (se me olvidó subir este artículo)

Un frustrado escritor británico cambió los nombres y algunos detalles de Orgullo y prejuicio, la obra maestra de Jane Austen, y envió el texto a 18 editoriales. 17 de las 18 empresas respondieron con notas como «carece de calidad», «interesante, pero no se ajusta a nuestra línea», «no apta para su publicación» y cosas por el estilo. Sólo un editor descubrió el plagio. No me extraña esta noticia porque la propia Jane Austen vio rechazado su original, que fue calificado con unas valoraciones muy similares.

El hecho es que la industria editorial funciona hoy como una fábrica de best sellers, integrada por expertos que se devanan la cabeza en buscar libros que puedan tener una fácil aceptación entre un público que detesta la lectura. Muy pocas de las grandes obras de Stendhal, Balzac, Dostoievski, Tolstoi o Proust serían publicadas hoy. Unas por largas, otras por aburridas y otras por ininteligibles.

La industria cultural -e incluyo la música, la pintura y todo tipo de creaciones- se ha vuelto una cuestión de marketing, en el que el éxito consiste en acertar con los gustos de un público mediocre, que sólo aprecia lo convencional y compra bajo el influjo de la publicidad.

Dicho con otras palabras, la creación se ha convertido también en un bien fungible en esa sociedad del espectáculo en la que los productos culturales, la propaganda y la información se ofertan bajo el mismo envoltorio.

El autor, la obra, su producción material, los canales de comercialización y la propiedad intelectual son segmentos de un proceso planificado y esencialmente destinado al mercado. Ninguna de las secuencias del proceso es independiente: todo opera bajo la implacable lógica del rendimiento económico.

El lector inteligente me responderá que, aunque ello sea cierto, siguen surgiendo grandes escritores, músicos y pintores. Acepto la observación, pero yo diría que nuestro sistema cultural no incentiva precisamente el genio, sino más bien la complacencia con los cánones del gusto establecido.

Pongo un ejemplo de lo que era -y ya no es- la creación artística: el de Johann Sebastian Bach. El músico alemán vivía de enseñar canto y de afinar instrumentos. Recorría a pie, con sus 50 años cumplidos, los caminos durante semanas para arreglar los órganos de las iglesias y componía para los nobles.

Bach, incansable trabajador y padre de familia numerosa, dominaba todo el proceso creativo: sabía cuáles eran los mejores tubos para construir un órgano, afinaba las cuerdas de un violín, componía la música y enseñaba a tocarla. Era un artesano. Conocía a la perfección todo lo referente a su quehacer y gracias a esa prodigiosa maestría técnica llegó a componer una maravillosa música que sobrevivirá cuando el mundo no exista.

Podemos arruinarnos o sufrir infortunios, pero siempre nos quedará Bach, ese hombre laborioso y modesto que con sus notas nos transporta a las esferas de lo sublime. La duda es si su obra nos hubiera llegado en nuestra era del marketing. Tal vez, como en el caso de Austen, algún tonto habría decidido que no valía la pena difundir esa música celestial.

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